Como este mundo loco da para todo, ahora se ha puesto de moda la muerte asistida. Ir con el propósito de morir a la exclusiva clínica suiza “Dignitas” cuesta un ojo de la cara, muchos millones. Allá, bajo el lema “Morir con Dignidad “, gente muy acaudalada se hospitaliza para morirse, mejor dicho para suicidarse con la asistencia de médicos y enfermeras. Y no estoy hablando de eutanasia, que es un tema diferente, pero igualmente polémico como la muerte asistida, que en Suiza goza del amparo de la ley. No sé si pensar si es que hay que ser muy valiente para planificar fríamente y, más encima pagar por ello, para decidir cómo morir, a qué hora, y bajo qué circunstancias, pues hay una serie de ofertas con respecto a la forma. Puede tomarse un cóctel de barbitúricos o bien, tras una cena saludable, qué ironía, recibir una inyección letal que lo enviará al más allá en cuestión de minutos. También puede ser un acto de cobardía no atreverse a enfrentar la muerte cara a cara, con entereza, el día y hora que Dios decida. También resulta macabro enterarse de que muchos de estos suicidios asistidos son filmados con la autorización del paciente, por llamarlo así. Quedará entonces un registro que es entregado a la familia para ver, segundo a segundo, cómo decidió irse este personaje o esta pareja, porque también hay suicidios para quienes deciden morir juntos, románticamente, para atravesar ese misterioso umbral que es la muerte. Hay una cita del escritor Víctor Hugo que dice: ”Si alguna vez deseas morir, piensa en aquellos que murieron sin desearlo”, lo cual me parece muy sabio, al igual que una frase de Napoleón: ”Sólo vale la pena luchar y vivir por lo que se está dispuesto a morir”. Cómo no recordar a la luz de dicho pensamiento a tantos héroes nuestros que se lanzaron a la muerte por defender la patria o sus ideales y la enfrentaron con bravura, con gallardía, con estilo.
Pienso en la cantidad de extranjeros que toman un avión para Suiza como si se embarcaran en un chárter turístico y luego se internan en la Clínica de la muerte sabiendo que jamás volverán a ver un amanecer, ni sentirán el bello rumor del oleaje del mar, ni olerán la fragancia de una rosa, ni escucharán las soberbias sinfonías de Beethoven o los Nocturnos de Chopin, nunca, jamás, ni solazarán su espíritu con el rocío de un poema, es tan corto el amor, es tan largo el olvido. Es tan corta la vida, es tan larga la eternidad. Mi padre murió a los 92 años y tuvo una vida plena. Era un gran árbol, bajo cuyo follaje aprendí a amar los libros, la música, la poesía, el arte. Le gustaba mucho un poema de Amado Nervo que muchas veces leímos juntos: ”En el ocaso de mi vida, yo te bendigo vida/ amé, fui amado/ el sol entibió mi faz/ vida, nada te debo/vida, estamos en paz”. Sólo un artero ataque cardíaco pudo tumbarlo y por Dios qué falta me hace mi padre, amigo, consejero, patriarca. Me gustaría irme como mi abuela, con un espejito de plata en una mano, dicen que se miró antes de morir, yo seguramente me arreglaré la chasquilla, y tendré un rosario en la otra.