La mujer, musa por excelencia

/ 24 de Marzo de 2015
María Angélica Blanco Periodista y escritora.
María Angélica Blanco
Periodista y escritora.

Desde tiempos inmemoriales, la figura femenina ha sido inspiración sublime para los más notables genios de las letras, la música, la pintura, la poesía y diversas manifestaciones de creación estética. Innumerables y míticas musas han cobrado vida a lo largo de la historia del arte y se han convertido en leyendas inmortales.

Están dotadas de un halo de belleza, de tragedia y de misterio que las torna   perturbadoras, casi etéreas e inalcanzables. Hace tres mil años, Homero, en su monumental Ilíada, encarnó en la bellísima Helena, esposa de Menelao, raptada por Paris, príncipe de Troya, el fuego que dio inicio a esta epopeya de amor, odio, traición y venganza que narra la feroz guerra que se desató entre Grecia y Troya por culpa de una mujer.

Siglos después, el italiano Dante Alighieri escribiría otro clásico imperecedero. Su genial Divina Comedia fue inspirada por el amor no correspondido y la temprana muerte de la joven florentina Beatriz Portinari. Le bastó verla tres veces para enamorarse y caer postrado de dolor ante su muerte. Sólo se liberó de su tormentoso recuerdo en esta obra en que su amada lo guía a través del purgatorio, del infierno y lo conduce finalmente al paraíso.

Las musas poseen el don de inflamar la fértil ensoñación y creatividad de hombres de exquisita sensibilidad artística. No cabe duda que la musa de Chopin fue una mujer tan apasionante como transgresora y atípica, la escritora francesa que firmaba con el seudónimo masculino de George Sand. De ascendencia aristocrática, su verdadero nombre era Aurore Dupin. Liberal y desafiante, Dupin, separada de un barón, fue muy resistida por el círculo íntimo de Chopin. Los amantes se escaparon a Mallorca, donde el músico compuso para ella varios Preludios y Nocturnos, muy poco antes de  fallecer de tuberculosis.

Por desgracia, el notable compositor Ludwig van Beethoven no tuvo suerte en el amor. Ninguna de sus proposiciones matrimoniales fue aceptada. Lo rechazaron sus primas Josefina y Teresa Von Brunswick y la condesa Julieta Guicciardi, quien fue una de sus musas, pues le compuso la magistral obra Claro de Luna. También le dedicó a la soprano Elizabeth Röckel, otra de sus musas inaccesibles, la pieza Para Elisa.

El aura de misterio que reviste a las musas se hace patente precisamente en una mujer no identificada, a la cual Beethoven habría amado con pasión. Tras su muerte, en Viena, en un cajón de su escritorio, entre partituras y documentos, sus amigos encontraron una carta sellada y escrita por el músico para una enigmática fémina, a quien escribió: “Mi amada inmortal, incluso cuando me hallo enfermo y en cama, mis pensamientos vuelan hacia ti, esperando si el destino oirá mi plegaria para hacer frente a la vida que me espera, ojalá a tu lado o resignarme a no verte nunca jamás”.

¡Oh, las musas, veleidosas, indiferentes y hasta crueles fuentes de inspiración de tantos genios!

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