Las idas y venidas del Melo

Buscador incansable de nuevos sonidos, y poco amigo de que lo encasillen, Mauricio Melo nunca ha querido abandonar la música. Por ello se ha reinventado mil veces. Se ha cambiado de ciudad y de país; ha sido parte de una decena de bandas y ha incursionado en distintos trabajos, siempre ligados a la música. Por estos días, Mansarda es el proyecto que le quita el sueño, una idea que se va concretando sobre la marcha y en la que lo acompañan grandes amigos, con quienes se reúne en la que fuera la casa de sus padres. Será también su forma de despedirse de este lugar que por tanto tiempo fue su hogar.

Por Cynthia Font de la Vall P.

Son cerca de las cinco de la tarde cuando me reúno en el centro de Concepción con Mauricio Melo para visitar su actual lugar de ensayo: la casa de sus padres. Caminamos rápido para evitar que se pase de largo la Tucapel-Pedro de Valdivia, “una micro tan vieja como todas mis historias”, dice riendo.

Melo es uno de los más emblemáticos músicos locales, y una conocida figura de la escena musical penquista desde mediados de los ‘80. Qué “lolo” de esa época no dejó los pies en la pista bailando y repitiendo “…ha salido un nuevo estilo de baile, y yo no lo sabía…”.

Ese hit del ‘87, ampliamente conocido hasta hoy, y que incluso es posible encontrar en Spotify, fue parte del primer disco de la banda penquista Emociones Clandestinas. En esta agrupación, un veinteañero y más delgado Mauricio tocaba la guitarra y el bajo.

La micro continúa por calle Freire, y el músico -hoy de 51 años- comenta que si bien en su casa no se escuchaba mucha música, a él siempre lo fascinó. Tempranamente se interesó por aprender a tocar guitarra, y el destino conspiró para que lo consiguiera. “El pololo de una de mis hermanas se iba al norte y le pidió guardar su guitarra. Obviamente yo la saqué, y agarré cancioneros para aprender a tocar”.

Años más tarde, ya en enseñanza media en el Colegio Concepción, y habiendo juntado “un montón de mesadas”, logró comprar su primera guitarra. “No era buena, pero me costó siete mil pesos de la época… una fortuna”, recuerda.

Como sus padres no querían que descuidara el colegio por la música, la compró escondido y, para que no la descubrieran, todos los días la dejaba encargada donde un amigo.

Relata que con su primera banda tocaba covers de Los Prisioneros. Fue entonces que se dio cuenta de que su guitarra no le permitía afrontar las exigencias a las que se veía enfrentado como músico, y por eso empezó a arrendarle una que era harto mejor que la suya a un amigo.

Una casa llena de historias

Enfilamos por Pedro de Valdivia, cuando cuenta que la casa a la que vamos está deshabitada y que hay planes de venderla. Mientras eso se concreta, él aprovecha el espacio y la ocupa para ensayar. Está ubicada en uno de las más tradicionales calles de Pedro de Valdivia. A ella llegaron a vivir sus padres, él y sus tres hermanos mayores en los ’70. “Mi papá siempre contaba que la compró porque en tiempos de la Unidad Popular los precios bajaron… pero yo siempre he creído que decidió comprarla porque lo fascinó un roble que había en el patio y que según calculaba él, tenía más de 700 años”, dice.

Hasta el año pasado allí vivían sus padres, quienes fallecieron con 18 días de diferencia, tras 69 años juntos. “64 de matrimonio, y cinco de pololeo”, precisa “el Melo”, como lo llaman sus amigos. Añade que hace algunos años, mientras disfrutaban un asado, le preguntó a su papá cómo había aguantado a su mamá por tanto tiempo. Su respuesta fue simple: “Le digo a todo que sí”, comenta riéndose.

Nos bajamos de la micro frente a una casa de dos pisos. Desde afuera se aprecia lo grande que es y lo bien cuidada que está, pero lo que sorprende es su vegetación. Decenas de altas plantas crecen libremente en el jardín, impregnando el aire de olor a tierra y a flores.

Ya en el interior, ofrece mostrarme la casa que, aunque hace casi un año que se encuentra sin moradores permanentes, mantiene muchos de los muebles y pertenencias de sus padres. Como adivinando lo que pienso, comienza a explicar que su hermana ha tratado de mantenerla tal como estaba cuando ellos vivían. “Me imagino que es parte de su proceso de duelo”, dice.

Recorremos uno a uno sus rincones, mientras va relatando la historia de esas habitaciones, entrelazándola con anécdotas de quienes fueron sus habitantes. La casa es enorme. Cuenta que originalmente era más pequeña y el patio, muchísimo más grande, pero que sus papás fueron ampliándola. “Creo que para darle a cada uno su espacio… Imagínate que en algún minuto llegamos a vivir como 10 personas aquí, pues unas tías se vinieron con nosotros… era una locura”.

En el segundo piso nos detenemos en una amplia habitación. Es el escritorio de su papá, ingeniero químico especialista en celulosa y papel, que por muchos años manejó un laboratorio de investigación de productos forestales en la Universidad de Concepción, donde también era docente.

Toma una foto de principios de los años 2000, de cuando su padre fue nombrado profesor emérito. En la imagen lo acompañasu madre. “Fue como el 2002, antes de que yo me fuera a México”, recuerda.

Damos una última mirada a su escritorio, aún repleto de papeles y documentos, y descubro una interesante colección. “A pesar de que no nos llevábamos bien, mi papá siempre se mostró orgulloso de mis logros”, dice emocionado, pasando la mano sobre decenas de recortes de diarios y revistas ubicados sobre una mesa. En todos se habla de Mauricio, de sus bandas, de sus presentaciones, trozos de su exitosa carrera musical que su papá mantenía muy a mano.

Le pregunto si desde el inicio sus padres apoyaron su decisión de ser músico. “No, para nada… Cuando entré a los Emociones Clandestinas, que ya era una banda consagrada, dejé la universidad, donde estaba estudiando Historia, y le dije a mi mamá: quiero dedicarme a la música… Nos peleamos, pero ella al final me dijo: ‘Ok, pero tú te pagas tus cuentas y todas tus cosas’. Le dije que bueno, pero fue difícil porque fue un año casi completamente perdido”, recuerda.

Tras salir de la banda vivió lo que define como su “primera crisis artística”. Decidió dejar la música, agachar el moño y reconocerle a su mamá que había tenido razón. “Voy a estudiar y a hacer lo que ustedes digan”, cuenta que le dijo.

Detalla que los problemas se generaban porque uno de los integrantes de la banda “venía con los humos muy en la cabeza”, lo que les significó desperdiciar muchas oportunidades “por tonteras”. Recuerdo una muy emblemática: “Era el año de las elecciones, cuando salió Aylwin, y estábamos en una concentración en Los Carrera, con miles de personas. Y solo porque faltaba un micrófono este personaje decidió que debíamos bajar del escenario e irnos…”, recuerda frunciendo el ceño.

“En estos años hemos vuelto a reunirnos, pero hoy yo ya renuncié para siempre a trabajar con él”.

Tras salir de la banda vivió lo que define como su “primera crisis artística”. Decidió dejar la música, agachar el moño y reconocerle a su mamá que había tenido razón. “Voy a estudiar y a hacer lo que ustedes digan”, cuenta que le dijo.

Lo que descubrió en el ático

Al año siguiente entró a estudiar Publicidad, carrera de la que se tituló aun cuando el bichito de la música lo había vuelto a envolver.

“Hubo muchas señales de que tenía que retomar la música… Por ejemplo, apenas entré a estudiar me reencontré con Iván Molina, baterista de Emociones. También con Marcel Molina, con quien habíamos sido compañeros en el colegio. Así es que a mitad de año dijimos ‘estamos puro leseando’, y formamos los Santos Dumont”.

Como desde hacía unos años Mauricio vivía solo con sus papás, les pidió que lo dejaran ocupar las piezas de afuera, a las que se accedía por una entrada independiente. Ahí vivía y allí mismo, en el segundo piso, comenzó a ensayar con su nueva banda. “Le decíamos el ‘ático’, aun cuando realmente no lo era. Fue en ese espacio que empezamos a crear y a grabar muchas canciones”, recuerda.

Ese lugar de ensayo dio nombre al primer disco compacto de los Santos Dumont: Un día en el ático (y lo que encontramos ahí), que incluía mayoritariamente baladas, tanto en inglés como en español. “Para ese álbum, nacido gracias a un contrato con la EMI, nos fuimos a vivir a Santiago, donde regrabamos algunos de los temas que habíamos creado en cinco años de trabajo en Conce”.

La banda siguió presentándose y dando vida a nuevas canciones, con miras a unirlas en un nuevo y ambicioso álbum: Similia Similibus. Sin embargo, sucesivos cambios en la formación y algunos problemas financieros provocaron que los Santos Dumont se disolvieran. Por suerte, su elogiado single, Ayer, logró darse a conocer, concitando la atención de críticos y sellos musicales. Finalmente, Similia Similibus, en opinión de los entendidos el mejor álbum de la banda, vio la luz en 1999, de la mano del sello Warner.

Los integrantes de la agrupación se mantuvieron juntos unos años más, pero finalmente se separaron de nuevo para concretar proyectos personales. Ahora, sus seguidores están a la espera de que en 2020 la banda se reúna para celebrar los 25 años de su álbum Un día en el ático.

-En el peak de la fama, ¿se te fueron los humos a la cabeza?

-“Para nada, aunque sí me volví más mañoso… sentía que me tocaba asumir muchas responsabilidades dentro de la banda, y además me costaba sobrevivir en Santiago. Con decirte que viví dos años con Los Machuca en una tremenda casa, pero en la que daba igual si era lunes o domingo, o si eran las 3 de la tarde o las 11 de la noche: todos los días había webeo. Por suerte atiné y le pedí pega a Carlos Cabezas, que justo estaba instalando su estudio Constantinopla. Él trabajaba para una marca de sintetizadores, y yo le ayudaba a traducir los manuales… Esa pega me sirvió para conectarme con todo el movimiento que había en Santiago, porque muchos llegaban a grabar ahí. Conocí a los Tiro de Gracia recién armados, a Los Teta, a los Chancho en Piedra, y estuve en todo el proceso del disco El Resplandor, de Carlos. Incluso, llegamos a un acuerdo que me permitía usar el estudio cuando estaba desocupado, y ahí grabamos el Similia Sibilius con los Dumont. Trabajar con Carlos fue un tremendo aprendizaje, pero igual sufrí, porque era difícil vivir en Santiago”.

 

Cultura mexicana y fiestas gitanas

Seguimos recorriendo la casa y llegamos a la que fuera la habitación de sus papás. En el clóset aún se ve la ropa de su mamá.

Dice que cree que heredó sus dotes artísticas de ella, pues aunque nunca la escuchó tocar el piano “todos cuentan que era una niña prodigio. Era una suerte de Shirley Temple, que cantaba maravillosamente también. Tenía el don pero, por motivos familiares, un día dejó todo eso de lado”, explica Melo.

Era asistente social y trabajaba en la fábrica de vidrios planos Lirquén y en los tribunales penquistas. “Era muy matea. Quería estudiar Derecho, pero mi abuelo no la dejó… Mi papá, en cambio, como la quería mucho la dejaba ser… yo creo que incluso le pasaba todo el sueldo”, dice riendo.

También recuerda que su “viejo” siempre fue reticente a los adelantos técnicos. Por ello fue uno de los últimos en el barrio en comprar un televisor. “Recién cuando yo tenía como 15 años compró un equipo de música, que ya era viejo, uno de esos tres en uno… Yo le hice salir humo. Rompí la pata del tocadisco tanto escuchar discos, y reventé los parlantes con
la guitarra eléctrica…”, cuenta entre risas.

Sin embargo, en los ’90 su papá fue uno de los primeros en contratar televisión por cable, algo que decidió sin preguntarle a nadie. “Un día llegué, encendí la tele y vi que tenía más canales. Fue bacán. Entre varios canales raros que había al principio, encontré uno que era de Austin, Texas, y ahí una vez agarré un concierto de Roger McGuinn, de The Byrds… ufff, estaba fascinado”, recuerda.

A principio de los 2000 se fue a México acompañando a quien en ese entonces era su esposa, y que viajaba para cursar un magíster, que luego se transformó en un doctorado. Vivían en el corazón de Ciudad de México.

“Había días en que odiaba a los mexicanos y otros en que los encontraba muy buena onda… México es un país muy interesante, entretenido, acogedor. Tienen un patrimonio cultural tremendo, que cuidan y difunden, y me sorprendieron los canales culturales que tenían en la televisión abierta: muy buenos”, comenta.

En ese país formó la banda Cuarto Mundo junto a un chileno, y tocó con el grupo Los Aparecidos. Dice que pudo relacionarse bien, pues en la ciudad había muchos chilenos. “Había uno que era dueño de un estudio de grabación muy bacán, en el que grababan Lucerito y Mijares. Como ahí también se grababa publicidad, yo ofrecía hacer la música para algún producto y a cambio podía usar el estudio”.

En los casi seis años que estuvo en México, Mauricio compuso varias canciones, y poco antes de volver a Chile comenzó a hacer talleres de Música en un colegio “bien pudiente”, en el que -reconoce- le pagaban muy bien.

Al llegar a Concepción, después de casi 15 años de no vivir en la ciudad, se encontró con toda una movida musical nueva que le pareció muy interesante. Formó una nueva banda con su esposa y grabaron un par de temas. Sin embargo, a poco andar, tanto el dúo musical como su matrimonio llegaron a su fin.

“Había días en que odiaba a los mexicanos y otros en que los encontraba muy buena onda… México es un país muy interesante, entretenido, acogedor. Tienen un patrimonio cultural tremendo, que cuidan y difunden, y me sorprendieron los canales culturales que tenían en la televisión abierta: muy buenos”, comenta.

“Como venía con la volada mexicana de conservación del patrimonio y todo eso, comencé a hacer eventos en un restaurante, con música más acústica, más folclórica y me conecté con músicos más ligados a la cueca, a los acordes afrolatinos, y también volvimos a juntarnos un rato con los Santos Dumont”.

En 2009 estuvo todo el año sin tocar, dedicado a producir fiestas gitanas, apoyado por una socia capitalista. Cuenta que era un buen negocio, y que haciendo un evento al mes vivía súper bien. “Estas fiestas convocaban a mucha gente. Eran con DJ, música y bailarines gitanos, y música súper prendida… todos los meses traíamos una banda y nos iba muy bien, hasta que tuve la mala idea de traer a Los Peores de Chile. La fiesta se llenó de punkies y quedó la escoba. Hasta ahí llegó la gallina de los huevos de oro”, cuenta entre carcajadas.

Poco después vino el terremoto y Mauricio, una vez más, debió reinventarse, esta vez produciendo los memorables Miércoles Tras Bambalinas. “Muchos de los lugares en que tocábamos quedaron en malas condiciones o, simplemente, se cerraron después del terremoto. Entonces comenzamos a hacer estos programas en la Sala Dos, ofreciendo un nuevo espacio para las bandas locales. Allí surgió una nueva generación de músicos, y también ahí formamos con Germán Estrada y Michael Cáceres la banda Los Brando, con los que ya hemos sacado dos discos. Además, hace poco hicimos la musicalización de la película Nublado, cubierto y lluvia”, detalla.

Los Brando se caracterizan por fusionar rock, psicodelia y folk, algo que quedó de manifiesto en su segunda producción discográfica, Riddles, cuya edición digital fue grabada, producida y mezclada por el conocido ingeniero de sonido británico Barry Sage, cuya trayectoria incluye haber trabajado con artistas de la talla de The Rolling Stones y Pet Shop Boys.

 

De áticos y mansardas

Nuestro recorrido por la casa de sus padres termina al llegar al que era el lugar de ensayo de los Santos Dumont. La pieza, la última del segundo piso, ostenta amplios ventanales en dos de sus costados, ofreciendo una vista panorámica del patio. Manzanos,
naranjos, arbustos de moras y hasta una parra muestran orgullosos
su generosa y colorida producción.

Desde allí también podemos ver el añoso roble que habría convencido al padre de Mauricio de comprar esa casa, cuya copa sobresale muy por sobre las demás. Es entonces que el músico me pide fijarme en la casa que colinda con la suya, y de la cual podemos ver, por entre los árboles, su segundo piso. “Siempre he tenido una fijación con la figura de la mansarda, que son esas ventanitas pequeñas que sobresalen en los áticos. La casa de enfrente tenía y de chico me encantaba mirarlas. Pensaba que eran como unas casitas en el techo… no sé, siempre me fascinó el concepto, la idea de esta ventana que se proyecta hacia afuera y que nace para permitir que entre luz a un lugar oscuro”, trata de explicar.

Y así, con esta breve aclaración, y desde ese falso ático en el que ensayaba con los Dumont en los ´90, me introduce a la idea del nuevo proyecto musical en que trabaja, denominado Mansarda, en el que está acompañado por Marcelo Díaz, baterista de La
Julia Smith y miembro de los Santos Dumont.

Pero su proyecto más importante, dice con orgullo, es
su pequeña hija, a quien hasta antes de que se suspendieran
las clases iba a buscar al colegio todos los días.
“Hace siete años que estoy emparejado con Gina Zúñiga,
una mejor maravillosa, inspiradora, increíble… y con
quien tenemos a Francisca, que ya tiene seis años y que,
ciertamente, es mi mayor éxito”.

Suena el timbre y deshacemos el camino andado para ver quién toca a la puerta, encontrándonos ni más ni menos que, coincidentemente, con Pablo Romero y los hermanos Paulo y Marcelo, actuales integrantes de La Julia Smith.

En el living -entre parlantes, amplificadores, equipos e instrumentos varios- seguimos la conversación, y los miembros de la banda de música psicodélica nacida en 2010, al alero de los Miércoles Tras Bambalinas, cuentan que fue allí que conocieron a Mauricio.

“El Melo nos produjo el primer disco que hicimos, y al tiro notamos que teníamos buena química. Funcionamos bien porque compartimos una forma de hacer música que es desde la improvisación. Es una cosa comunitaria, algo que se va dando… empieza a tocar uno, sigue el otro: es algo compartido”, dicen.

Mauricio explica que el proyecto Mansarda va en esa línea, y que tras trabajar con Marcelo en la musicalización de la serie de televisión Destiempos, decidieron hacer algo juntos.

En enero comenzaron el proceso creativo, y entre risas cuentan que ya tienen como siete horas de música grabada. “Aún no sabemos cómo vamos a editar eso”.

Añaden que el proyecto es de mucha experimentación, que tiene mucho que ver con la improvisación, con la creación colectiva, “con la libertad y el cambio constante”, y que contará con la participación de varios músicos amigos.

“Con Mansarda mi idea era cerrar un ciclo. Cumplí 50 años y quería hacer algo absolutamente distinto a todo lo que había hecho antes, salir un poco del formato canción, de lo más tradicional, y dejar que la música fluyera. El proyecto también nació con un afán sanador en medio de los tiempos complicados que vivimos y, además, me pareció una buena forma, simbólica, de despedirme de esta casa, porque aunque dejé de vivir en ella hace mucho tiempo, siempre volví. Hay muchas historias, muchos recuerdos… de verdad que disfruté harto esta casa”.

 

Savia nueva

Paralelo a Mansarda, y a su participación en los Santos Dumont, Los Brando y Transformers (una banda con amigos melómanos dedicada “a tocar la música que nos gusta”), Mauricio Melo divide su tiempo entre muchos otros proyectos.

Entre ellos destaca su programa Conciertos del Gnomo, que cada miércoles se transmite por YouTube e Instagram desde los estudios de radio Leufü, hoy ubicada en dependencias de Casa de Salud. “Es increíble porque ya llevamos más de 320 capítulos, y siguen apareciendo bandas nuevas”, comenta respecto de este programa que busca difundir la música penquista y que en cada edición presenta a tres grupos locales.

Además, desde 2014 imparte talleres de rock en distintos establecimientos de la zona, hasta donde llega como parte de convenios con municipalidades y la seremi de Educación.

“El segundo semestre del año pasado llegué a estar en 11 colegios… estaba vuelto loco”, dice.

Sin embargo, reconoce lo enriquecedora que ha resultado la experiencia. “Me gusta el trabajo con jóvenes, aprendo mucho de ellos, y me ha sorprendido lo talentosos que son. Muchos no tienen instrumentos, trabajamos con guitarras de palo y, aun así, hacen canciones, crean bandas… son sorprendentes”.

Pero su proyecto más importante, dice con orgullo, es su pequeña hija, a quien hasta antes de que se suspendieran las clases iba a buscar al colegio todos los días. “Hace siete años que estoy emparejado con Gina Zúñiga, una mejor maravillosa, inspiradora, increíble… y con quien tenemos a Francisca, que ya tiene seis años y que, ciertamente, es mi mayor éxito”.

O’Higgins 680, 4° piso, Oficina 401, Concepción, Región del Biobío, Chile.
Teléfono: (41) 2861577.

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