Steve Jobs fue un visionario. Hoy todos lo reconocen. Así lo hacen el mercado, que valora Apple, la empresa que fundó, resucitó y llevó a la cima mundial, en cerca de los 500 mil millones de dólares, y los analistas de variadas categorías que analizan su carácter, sus inclinaciones, su estilo de liderazgo y sus debilidades y fortalezas.
Mucho se dice. Entre otras opiniones, el columnista Eugenio Tironi escribió en El Mercurio que la vida de Jobs era un mentís para quienes sostienen que la rebelión de los años 60 no tuvo consecuencias. El columnista expresa que el hecho de que Jobs no renegara de su pasado hippie, de su conciencia Zen y de haber consumido LSD es una muestra de que eso produce a un gran empresario y una gran visión. Me parece que es una interpretación forzada.
Efectivamente, su biografía autorizada, escrita por Walter Isaacson, no plantea nada que haga pensar que Jobs renegara de su pasado, pero eso no puede llevar a sostener que la consecuencia de ese pasado sea la creación de una gran empresa. No hay, como pretende ver el columnista, una relación de causa a efecto entre consumir drogas y ser un desarrollador de computadores, de teléfonos o de un nuevo modo de distribución de música.
Más aún, expresamente se contienen pasajes en la biografía que demuestran que Jobs, mientras recorría la India, siendo apenas un veinteañero y buscando la inspiración intelectual y emocional que esperaba encontrar en el Budismo, concluyó que lo que sacaría a las personas de la pobreza era una cosa distinta de lo que sostiene Tironi: la educación y el emprendimiento.
Es notable este pasaje de su vida. Se había ido en ese viaje después de haber prometido a su amigo Wozniak que formarían una empresa; peregrina, ve miseria, se pregunta por las causas y consecuencias del actuar humano y luego decide volver a Estados Unidos para honrar la palabra que había empeñado y lanzarse a la aventura empresarial. Así crea Apple.
A eso dedicó su vida entera, incluyendo la mortificación que le significó ser expulsado de su propia compañía. La tozudez, que todos reconocen como otra de sus características, lo llevó a empeñarse y a gastar su tiempo y dinero para desarrollar otra empresa que también sería muy exitosa, Pixar, y, más tarde, ser el dueño individual más importante de Disney.
Pero los grandes amores y los grandes emprendimientos no se olvidan, y volvió a Apple, cuando ésta sucumbía y estaba a días de pedir su quiebra. Lo hizo sólo para revolucionar el diseño de computadoras con el iMac, provocando una revolución en el diseño de electrodomésticos, que comenzaron a ser de colores y, más adelante, revolucionar la industria de la telefonía y la música.
¿Hay relación causal entre el Budismo y el Macbook Air? ¿Es consecuencia el iPhone del LSD o de los estados mentales que produce? A lo menos la lógica más básica indica que no. Fomentar o, a lo menos, alabar el consumo de drogas o una determinada creencia parece un ejercicio osado.
Después de leer la biografía escrita por Isaacson no me queda la impresión de que la obra pulverice la noción de que Jobs es hijo de Silicon Valley. Muy por el contrario, probablemente el espíritu emprendedor de los norteamericanos sí sea una de las claves para entender a Jobs, que -me atrevo a decir- más que hijo de Silicon Valley, es uno de sus autores. Es uno de aquellos que hicieron a ese valle californiano ser lo que es hoy. No fue el hippismo, ni las flores, sino sus ideas acerca de la vida, la educación y el rol de los instrumentos, lo que le permitieron alcanzar lo que logró en su vida, y lo que lo llevó a tirar el carro tecnológico.