Las vacunas representan un triunfo de la ciencia y un avance histórico para la salud pública. Su aplicación ha permitido erradicar enfermedades como la viruela, que antaño mermaba la población. Por este motivo, cuesta entender -si no es sobre la base de la ignorancia- el surgimiento de movimientos activistas que se oponen a estos progresos y que hoy suponen un riesgo global. Esto puede constatarse en los recientes brotes de sarampión registrados en Europa y Estados Unidos, una enfermedad viral que estaba en vías de ser erradicada.
Una de las aristas de este problema es la necesidad de insistir en la divulgación científica, ya que estos grupos, al igual que aquellos que plantean múltiples conspiraciones (la tierra es plana o hueca, entre otras) se nutren de gran cantidad de información, pero de muy mala calidad, siendo Internet y las redes sociales un verdadero caldo de cultivo.
En este sentido, una deuda de la comunidad académica es comunicar con mayor convicción y masividad lo que significa la ciencia, y la belleza de este saber, que surge como un método de investigación y exploración de la realidad. La ciencia no impone una cosmovisión o ideas absolutas; de hecho, su fortaleza radica precisamente en su capacidad de autocorregirse, y las verdades que encuentra son piezas muy pequeñas de un puzzle que va construyéndose colectivamente. Esto implica un excelente control de calidad, ya que todos los descubrimientos, modelos o teorías que resultan del trabajo científico están siendo sistemáticamente revisados a lo largo de generaciones.
Por lo tanto, afirmar que las vacunas son seguras y funcionan muy bien para prevenir numerosas enfermedades infecciosas no es fruto de una epifanía individual, sino de la acumulación gradual de conocimiento durante siglos de investigación. En este caso, desde los trabajos pioneros de Edward Jenner (siglo XVIII) y Louis Pasteur (siglo XIX).
Sin embargo, los problemas evolucionan (como los virus) y, actualmente, hay una especial preocupación por las denominadas “enfermedades infecciosas emergentes”, tales como las ocasionadas por los virus SARS, Ébola, Lassa o Hanta (en Chile) que, en su mayoría, son transmitidos desde vectores animales (patologías zoonóticas). Estas enfermedades se han multiplicado internacionalmente como consecuencia del cambio climático y de la globalización, requiriendo de nuevas y mejores estrategias de vacunación.
Afortunadamente, los constantes progresos en biotecnología e inmunología molecular han promovido el desarrollo de una nueva generación de vacunas recombinantes, altamente seguras y capaces de inducir respuestas inmunitarias más eficaces y duraderas. Dos ejemplos emblemáticos se registraron a fines del año 2015, con la autorización de la primera vacuna contra la malaria -y contra cualquier organismo parasitario- y la primera vacuna contra el Dengue. Esperemos que estos importantes desarrollos científicos no se vean opacados por las olas de pensamiento irracional.