Los abrazos rotos: Un melodrama que no alcanza a cautivar ni a emocionar

/ 20 de Febrero de 2010

Los abrazos rotos venía anunciada con bombos y platillos: Volver, su antecesora, había sido un taquillazo como pocos, tras recaudar más de 85 millones de dólares. Una cifra muy poco usual para una producción de origen español. Pero, por sobre todo, se trataba del nuevo título de Pedro Almodóvar Caballero, un realizador que a estas alturas es de por sí un ícono para la cinematografía mundial. No obstante, como todos los genios, Almodóvar también tiene derecho a darse uno que otro traspié. Y al parecer, con Los abrazos rotos se tomó buena parte del crédito.
La trama es todo un drama almodovariano, aunque en lugar de centrar la historia en una o varias mujeres, el director manchego esta vez se aboca nuevamente en protagonistas masculinos (como en Hablé con ella). Harry Caine (Lluís Homar) es un hombre que escribe, vive y ama en penumbras. Catorce años antes sufrió un cruento accidente automovilístico, en el que no sólo perdió la vista, sino que también murió Lena (Penélope Cruz), el amor de su vida. En rigor, Harry Caine es sólo su seudónimo, pues, hasta antes de su tragedia, su verdadero nombre era Mateo Blanco y se dedicaba a dirigir películas. En el presente, Harry sobrevive de sus guiones y relatos, y es ayudado por su antigua y fiel directora de producción, Judit García (Blanca Portillo) y Diego (Tamar Novas), el hijo de ésta, que las oficia de mecanógrafo, Dj nocturno  y lazarillo.
La vida de Caine transcurre entre la resignación y un tranquilo pasar -con la fórmula, claro está, de haber sepultado en el olvido a Mateo Blanco- hasta que un par de hechos lo obligan a volver al pasado: se entera de la muerte del empresario Ernesto Martel (José Luis Gómez), ex financista de sus películas y pareja de Lena (su relación con Blanco fue de amantes); por otro lado, durante la noche, Diego sufre una peligrosa sobredosis de drogas  que obliga a Harry a hacerse cargo de su recuperación. Durante ese periodo, el escritor decide contarle su propia historia como si fuera una especie de cuento, lo que desencadenará insospechadas revelaciones sobre su vida.
Algunas comentarios, un tanto antojadizos, han calificado a Los abrazos rotos como “una oda de Almodóvar a sí mismo”, en buena parte porque el metraje dedica gran cantidad de sus 130 minutos de duración a numerosas referencias a la vida y obra del cineasta, como los tics a sus directores italianos favoritos (léase Rossellini), y las referencias a etapas anteriores de la obra almodovariana.  Las escenas que muestran el rodaje de la película de Mateo Blanco, Chicas y maletas, recuerdan al pasado kitsh de Almodóvar tipo Kika o Mujeres al borde un ataque de nervios (incluyendo un cameo de la mismísima Rossy de Palma). Lo cierto es que Almodóvar ya desde Todo sobre mi madre se cita sí mismo, dedicó Volver a su propia progenitora, y su etapa “ombligo” resulta tan natural como sus otros ciclos predecesores.
El tema más de fondo, es que Almodóvar se muestra simplemente flojo y cansado en esta entrega.
Se repiten ideas: la narración, la dirección de fotografía, la composición de los planos siguen alcanzando momentos casi poéticos (en recursos como el pan foco, paneos inesperados-pero-expresivos, filtros, etc), pero se vale de recursos ya utilizados, como el entrecruce de la realidad con la dimensión del cine. El empresario Ernesto Martel observa afligido y destrozado el making off de Chicas y maletas, donde Lena se despide y confiesa su infidelidad; tras él, Lena aparece y cita el propio texto para decírselo de forma paralela y en persona, en una suerte de instalación vanguardista; es “cine dentro del cine”, un recurso que el propio director confesó inspirado por Fellini, ocho y medio (8½), pero que ya había utilizado antes en Hablé con ella. El otro punto es la debilidad de un guión que se hace cada vez menos creíble. Almodóvar busca la naturalidad en sus personajes, pero los reviste de diálogos propios de una telenovela venezolana; las actuaciones no acompañan, Penélope Cruz no está en su mejor punto, y lo de Tamar Novas (Diego), es simplemente inexpresivo e inexistente. El resultado es un bacalao sin gusto definido, en el que el naturalismo v/s el manierismo y, sobre todo, la autorreferencia v/s una historia y personajes descuidados, hacen perder el foco principal. En Los abrazos rotos, Almodóvar dejó de ser entretenido, pero también dejó de conmover de forma genuina. Tal vez un regreso a la sencillez y espontaneidad de sus primeros trabajos le haría más que bien.

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