Los famosos y sus panteones de peregrinación

/ 25 de Agosto de 2011

A pesar de que  tuvo el carácter de privado, el funeral de la malograda cantante británica Amy Winehouse, en el cementerio de Edwarburry,  se convirtió en un maremagnum de admiradores y curiosos, que hasta hoy continúan depositando flores, cigarrillos y botellas de licor en su tumba.
Al peregrinaje de su último lugar de descanso, los famosos no pueden escapar de sus fanáticos. Recuerdo un hecho que me sucedió en París, tres años atrás, y que tiene bastante de anecdótico. Me encontraba en uno de esos adorables cafés, disfrutando de una bellísima vista hacia el Arco de Triunfo y hojeando un ejemplar de Le Monde, llamando mi atención una noticia. Ese día, en el legendario panteón de Pere Lachaise, que data de 1804, se realizaría un homenaje ofrecido por literatos en el mausoleo de Oscar Wilde.
Soy una fiel seguidora del escritor inglés que escribió “El retrato de Dorian Gray”, entre otras grandes obras, y siempre me ha subyugado tanto su prosa salpicada de una fina ironía y exquisita mordacidad, como también su vida en la cual conoció la fama y la gloria, la adulación y la pleitesía, como el horror de ser encarcelado, injuriado y sometido a atroces vejaciones que terminaron por convertirlo en un guiñapo humano que murió prácticamente solo y abandonado en un humilde hotel de París.
Por supuesto que enfilé en metro hasta la inmensa arboleda del enorme parque que es el Pere Lachaise, rogando llegar a tiempo. Había gran cantidad de gente en la entrada, más bien una romería que portaba flores y velas, mucha gente joven. Decidí seguirlos por entre los múltiples senderos y callejuelas del antiguo camposanto, allí donde reposan tantos ilustres, Moliere, Balzac, Proust, María Callas, Edith Piaf, en fin, una larga lista de personajes. La romería se detuvo ante un bello mausoleo y muy pronto comenzaron a cantar jóvenes premunidos de guitarras eléctricas. No era la tumba de Wilde, sino la de Jim Morrison, el rockero que murió como consecuencia de su azarosa vida en la que abundaban las drogas y el alcohol.
¿Qué hago aquí, aparte de rendirle un homenaje a Jim Morrison? Me pregunté. Me retiré del grupo y comencé a caminar cuando se desató un aguacero implacable. Llovía a cántaros  en plena primavera parisién. No lo dudé. Ante el temor de quedar empapada, corrí a refugiarme a un gran a mausoleo que me esperaba con sus bellas  rejas abiertas. Estaba cubierto de flores. Al leer la inscripción escrita en letras de bronce creí morirme,  pues tuve la sensación de estar profanando la sepultura de un grande entre los grandes. Era la tumba de Chopin. Sin embargo, me envolvió una repentina sensación de paz y recogimiento. Evoqué los maravillosos acordes de su piano, sus Polonesas, Nocturnos, Preludios y Mazurcas como si el propio Chopin estuviese tocando para mí. Apenas escampó la lluvia salí en puntillas, no sin antes pedirle perdón al maestro y agradecerle por haberme acogido en su último refugio. Le prometí flores en una futura visita  y, por supuesto, llevar un paraguas. C’est la vie.

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