Píndaro, lírico griego del siglo V antes de Cristo, fue un celebrador de la vida y un filósofo del optimismo. En sus odas, alentaba al ser humano a dar lo mejor de sí y a ser “todo corazón”. Como si hubiese presentido, hace miles de años, que el mundo no sólo debe mirarse como un lugar lleno de carroña, cinismo, inmoralidad y maquinación, sino que también hay que aceptar que existe espacio para el amor y la esperanza, como lo es la Teletón.
Hay mucha gente que la denosta, rasga vestiduras y proclama que se trata de una inmoralidad en que el fin justifica los medios, aludiendo a que huele a podrido, y no es más que un lavado de imagen del mundo farandulero, en concomitancia con el sector empresarial. Que representa lo peor de lo nuestro, pues refleja un país cínico y solidario en apariencia.
No es lo que yo vi la noche de clausura de la Teletón, al despuntar el mes de diciembre. En un estadio en el que se violaron los derechos humanos y se pisoteó la dignidad de tantos chilenos, allí donde murió Víctor Jara con las manos mutiladas junto a su guitarra muda, vi más de ochenta mil compatriotas, humildes y poderosos, niños, viejos y jóvenes, sin distinción de credos, ni partidos políticos. Vi gente de barrios modestos y pudientes, orgullosos de haber nacido bajo este mismo cielo, unidos por una meta común: ayudar a otros chilenos a ponerse de pie.
La fundación Teletón apoya la rehabilitación de más de trescientos mil niños y una cifra similar de adultos que sufren diferentes tipos de invalidez. Ellos, los minusválidos del cuerpo, no se rinden y otean el porvenir con fe.
No así los inválidos del alma, que se niegan a creer que la potencialidad transformadora del amor logra que los hombres le devuelvan a este mundo algo de la luz que se ha apagado en medio de tanta violencia, injusticia, corrupción y abusos brutales e inmisericordes.
Hasta los transgresores y creadores de anteparaísos le cantan al amor. Dice uno de nuestros más grandes vates, aquel que se quemó los ojos con ácido y escribió con el humo de un avión en los cielos de Nueva York: “Mi Dios es hambre. Mi Dios es paraíso. Mi amor de Dios”.
El mismo poeta también proclamó: ”Yo amo. Nada puede morir dentro de mí si yo amo. Muere el Pacífico, el mar Egeo y las palabras que los nombran. Pero no mueren los sueños que viven de mi amor, de mi amor que no muere aunque muera en el mundo el concepto de amor”.
Leamos a Píndaro, sigamos su filosofía, aprendamos a ver el lado radiante de la luna porque todavía quedan hálitos de piedad y trazos de bondad.
Al menos, yo quiero creer que es posible atenuar la maldad, posponer el rencor, postergar el resentimiento, rescatar al hombre de sus miserias, apoyar las causas que protejan a todos los niños del planeta y asistir, maravillados, al derrumbe de lo perverso que hay dentro de este mundo.