“Quería enseñar a Dios y no me dejaron”

/ 28 de Enero de 2022

En la historia de Sandra Pavez hay episodios sufridos, amenazas, persecución, exorcismo, discriminación y hasta tortura emocional. La profesora de religión que jubiló sin poder ejercer como tal pasó por un camino espinoso y cruel por el que hoy pide justicia.

Por Carola Venegas Vidal

No pudo jubilar como profesora, la vocación que más amo, pero escucharla es una lección de honestidad y resiliencia. Sandra Pavez Pavez aparece un día ante las cámaras como la docente de religión a quien no le permitieron ejercer la carrera que estudió, y de la que hasta hoy se siente maestra. Lo hace acompañada por la dirigencia del Movilh, con ciertos temores, pero con mucha entereza y convicción.

En el 2007, la Corte Suprema y la Iglesia Católica le prohibieron ejercer su asignatura por ser lesbiana. “Sandra vivió uno de los casos de lesbofobia más graves e injustos conocidos por nuestra organización en 30 años de trayectoria”, explican desde la vocería del Movimiento de Liberación Homosexual. Lo califican como un atropello inédito, donde el Estado y la Iglesia actuaron como un solo poder para negarle sus derechos más básicos “solo por amar a otra mujer”.

El Movilh apoyó a Sandra Pavez a tramitar el caso ante la Corte Interamericana de DD.HH. (CIDH), que analizó su situación el 12 y 13 de mayo del 2021. Ahora están a la espera de una sentencia que condene al Estado de Chile, repare el daño causado y que les exija a los responsables ofrecer disculpas a Sandra Pavez por haberla alejado de las aulas.

Por orden del obispo de San Bernardo, Juan Ignacio González Errázuriz, el 25 de julio del 2007, el vicario para la Educación del Arzobispado, René Aguilera Colinier, revocó a Sandra Pavez el certificado de idoneidad que le permitía hacer clases de religión en el colegio municipal Cardenal Antonio Samoré, donde ejercía sin ningún problema desde 1985. Esto, luego de que la maestra confirmara que era lesbiana, que mantenía una relación con otra mujer, y no quisiera someterse a terapias psicológicas y psiquiátricas ofrecidas por la Iglesia para revertir su orientación sexual.

El clero actuó amparado en el Decreto 924 del ministerio de Educación, un instrumento dictado en 1983, y aún vigente, que “reglamenta las clases de religión en establecimientos educacionales”, y faculta a las iglesias a decidir quiénes pueden impartir la cátedra. Más de una década después, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos vino a decir lo contrario y demandó a Chile ante la Corte IDH.

“Esta lucha no la doy solo por mí, sino por muchos que se sintieron humillados, los que se terminaron suicidando, por los que lo pasaron mal por amar de una forma distinta y quiero que se haga justicia”, explica al teléfono desde el campo en el que se encuentra de vacaciones, esperando que las variantes del Covid 19 no se aparezcan en su entorno. Es paciente crónica. Hace unos años pudo recuperarse de una ACV, pero las secuelas se notan y se intensifican con el tiempo.

La historia corta es que terminó su vida laboral activa como inspectora general, por la prohibición que le impusieron de hacer docencia en la sala de clases. “Jubilé dentro del establecimiento que trabajé siempre. Me acomodaron como profesora en comisión de servicio, pero esa no es ni la función para la que me preparé ni mi vocación”, sentencia.

-¿Cómo llegó a ser docente?
“Yo ejercí como profesora desde el año 1985 hasta el 2007, cuando se me derogó el certificado. Fui a una entrevista, presenté mis papeles y quedé como corresponde en un colegio que en ese entonces era F-776, porque antes los establecimientos de las corporaciones tenían letra y número. Luego se pasó a llamar cardenal Antonio Samoré, como es conocido hoy, un colegio que pertenece a la corporación municipal de San Bernardo. No es un colegio católico, ni tiene que ver con un grupo religioso”.

¿Entiendo que tiene hasta un posgrado?

“Estudié en la Universidad Católica. Primero estudié para catequista, después, profesora de religión para Educación Básica y luego hice un posgrado en la Universidad Metropolitana, en el ex pedagógico”.

-Curioso que justamente sean los religiosos quienes la apartaron de su profesión…

“Es verdad. A mí me dieron la espalda ellos, las personas de una religión, pero no (le quitaron) los valores y la fuerza que me entregó mi familia, que también es muy religiosa. Mi madre era una catequista que trabajó mucho por la iglesia. Con ella aprendí a conocer a un Dios de amor y no a los que hablan en nombre de Dios”.

Sandra explica que desde que tiene uso de razón se sentía diferente. Desde pequeña sabía que le agradaban mucho más las mujeres que los varones. Y también tenía claro que su inclinación intelectual tenía relación con la teología y la psicología. “Desde adolescente me preparaba para saber, porque no entendía mucho y me desafiaba a comprender estas materias tan fascinantes… Cuando vas creciendo, vas entendiendo más, y quería cada vez con más intensidad imbuirme de ese conocimiento, porque quería enseñar a conocer a un Dios de amor y no al que presentan las iglesias, no solo la Católica, sino muchas otras religiones… Religión viene de relegar, atar… En el fondo, nos atan a seguir una doctrina, que no sé si venga necesariamente de esa energía de amor que es Dios. Yo quería enseñar de Dios, pues entendía en mi fuero interno que él no tiene nada que ver con las decisiones que toman las personas e instituciones en su nombre”.

-También fue religiosa… ¿No era su vocación?

“Estuve siete años en un convento de monjas alemanas, en la Congregación de la Inmaculada Concepción. No éramos de claustro, salíamos después de años de formación. La verdad es que yo entré a religiosa por recomendación de una persona. Sucede que sentí una atracción muy grande por una compañera en cuarto medio, y me sentí muy mal. Primero porque no sabía si ella sentía lo mismo que yo, y porque tenía mucho miedo de lo que uno escucha. Imagínate cómo era en esa época cuando yo estudiaba… Ahora está todo más abierto, pero en ese tiempo, la homosexualidad era vista como algo perverso, muy fuerte. Acudí a la orientadora de mi colegio, y me dijo que la mejor manera de sublimar lo que yo sentía y no perturbar a mi familia, ya que mi madre era muy entregada a la fe católica apostólica y romana, era haciéndome monja. ‘Así vas a llegar a Dios y él te va a ayudar en eso’, me dijo. Mi orientadora pensaba que el convento sería una puerta de escape. Así como muchas se casan para que no se hable del tema, yo entré de religiosa. No fue por vocación, sino como una respuesta a lo que me recomendaron. No tuve mucha reflexión, sino que supuse que mi mamá podría estar contenta. Imagínate si le contaba que estaba enamorada de una mujer. Podría haberle chocado, dolido, qué se yo. Tuve miedo”.

-¿No resultó esa vía de escape?

“Es que a mí me sacaron del convento. Me enfermé. En la vida religiosa uno tiene que tener compatibilidad con la salud. En un primer momento es todo bonito. No tienes relación con otras personas, porque la vida es oración, levantarse a las 5 de la mañana, mucho trabajo y tienes tu mente todo el día ocupada. Tiempo para pensar prácticamente no te queda, porque cuando vas a pensar ya es hora de dormir. Y estás tan casada que debes descansar para al otro día volver temprano a la oración, la misa, el trabajo. No tienes tiempo para decir esto me pasa o esta soy yo. Es como cuando sales a un lugar nuevo, te embobas con lo que ves, todo te distrae…pero, en el fondo, sigues siendo tú. Y realmente no podía dejar de ser quien yo era y lo que sentía”.

-¿Olvidó a su primer amor?

“Claro, dejé de pensar en la persona que me atraía, porque la aparté de todos mis pensamientos. Pero estando en el convento, me volvió a pasar”.

Sandra otra vez sintió atracción por una mujer, pero en esta oportunidad era una religiosa como ella. Volvió a pensar en un amor platónico y profundo, a ocupar su mente todo el tiempo con un amor prohibido. Acudió a una religiosa que estaba a su cargo, cuando le faltaba poco tiempo para profesar los votos perpetuos.

“Ese recuerdo es horrible. Me hizo sentir lo peor. Me dijo que lo que sentía era satanismo, que tenía que ver a un psiquiatra, que poco menos me tenían que exorcizar. Yo me hundí, porque si bien no esperaba su aprobación, imaginaba otra respuesta. Que me acogieran, que me contuvieran y me aconsejaran. Pero ahí comenzó una dura persecución. La maestra a mi cargo me preguntaba hasta qué soñaba… me vigilaban, me cambiaron de lugar. Me mandaron a hacer clases a la Inmaculada Concepción, que se ubica en la plaza Cruz de Concepción, para que yo dejara de ver a la religiosa que me llamó la atención. A ella la sacaron de la ciudad. No la vi más. Era demasiada la presión”.

Fue tanto que Sandra enfermó y, de un día para otro, perdió la memoria. Terminó en una clínica y no supo de tiempo, no sabía quién era ni qué hizo todo ese tiempo que estuvo sin memoria. “Tuve un bloqueo mental, un black out”, señala.

-¿Volviste al convento?

“No. Volví a mi casa. Al convento no podía regresar por incompatibilidad. Fue otra decepción ese episodio. Pero nunca me decepcioné de Dios, nunca lo culpé de lo que me pasó. Me di cuenta que esto era simple acción humana. Lo que pude reflexionar y meditar es que hay una energía de amor que maneja al mundo y que esa energía, ese ser divino, estaba en mí. Que no debía estar un convento para hablar de él y que debía comentar mi experiencia desde la formación, desde la educación”.

-¿Se arrepiente de algunas de esas decisiones o de haber dicho que eres lesbiana?

“Yo no puedo cambiar la piel en que vivo, no puedo hacer una cirugía plástica a mis sentimientos. No puedo escapar de mí. Podría escapar de una situación, de un conflicto, pero de mí, jamás. Nunca le dije a mi mamá, pero ella me vio sufrir y cómo tuve que aprender a adaptarme otra vez a la vida. Sí, fui cobarde un tiempo. Sentí miedo de su reacción. Era muy fuerte decirle a la mujer que besaba el anillo de un sacerdote que su hija era lesbiana. Sin embargo, me gustaría saber qué habría pensado en un tiempo distinto, como el de ahora, donde todos están más abiertos”

-¿Qué es lo que más te puso trabas?

“El miedo. El miedo es el peor enemigo del ser humano. Hay muchas cosas que haría si no lo tuviera. Lo primero para vencerlo es amarse a uno mismo y aceptarse. A veces crees que los demás no te aceptan, pero en realidad, es uno que no se acepta en la diferencia. Ves crecer a tus hermanas… se van casando, y tú no… Me miro en ese miedo a enfrentar y mostrar a los que más amas lo que eres de verdad. Hay que tener valentía para dar el paso. Y ya cuando dices lo que tú eres, es una sensación de libertad tan grande, de paz interna tan intensa, que te ayuda a ver la gente y la vida de otro modo. Yo no le pido al mundo que todos me quieran por ser Sandra Pavez, sino que acepten que no todos somos iguales y que eso es una riqueza. Así soy, y de esta forma amo, sin dañar a nadie. El ser humano no está hecho para caminar en una misma dirección, está hecho para adaptarse y evolucionar para ser libre”.

-Decías que transparentaste tu caso también por muchos que sufrieron…

“Mi mensaje es decir a las y los jóvenes, ámense como son y sean auténticos, porque de esa forma también ayudamos a otros a creer en la diversidad y reconocer su propia identidad. Cuando lo mío se supo, recibí el cariño de colegas, de alumnos, de apoderados. Las personas predicamos con los ejemplos, no con las palabras. Es la actitud lo que hace la diferencia. En el cariño que recibí supe que estaba el poder de lo que enseñé a la gente, por eso mismo no me sacaron del colegio. No me dejaron hacer clases, simplemente, porque no me otorgaron el certificado de idoneidad que da la Iglesia Católica por decreto ley de la entonces ministra de Educación, Mónica Madariaga. Eso es algo que urge cambiar”.

-¿Tu historia de tuvo un final feliz? ¿Viviste el amor que buscabas?

“Tuve una pareja, después de un tiempo nos separamos. Pero estuve con ella justo en el momento que tuve conflictos con la Iglesia. Sufrí mucho, me dijeron otra vez discursos odiosos, que tenía el demonio. Y toda clase de insultos de parte de personas que supuestamente son personas de Dios. No me siento pecadora por enamorarme de otra mujer. Hay pecados más aberrantes, como la envidia, la mentira la veleidad, la soberbia. No sé si hay un final feliz, pero sí paz y la tranquilidad de sentir que Dios sí está en mí, que es amor y que no le importa el género, la raza ni el color de la piel”.

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