¡Oh, los editores! Cuántos escritores han enloquecido en su nombre. Para quienes tenemos la osadía de escribir y, finalmente, la bendición de ser publicado por alguna renombrada editorial, no tendría gracia no haber pasado las penas del infierno en los primeros intentos por conseguir que algún editor nos concediera el milagro de abrirnos la puerta de su oficina. Es odiosamente anecdótico recordar las andanzas de emigrar tras estos verdaderos “Césares”, que determinan qué texto se va directo al basurero o cuál ascenderá hasta el Olimpo. A estos señores les encanta tendernos trampas, a ver si caemos pesadamente al suelo o nos elevamos hasta el décimo cielo, hasta el empíreo de Dante Alighieri y su portentosa “Divina Comedia”.
Rememoro haber llegado muy emocionada con mi primera novela “La noche de las cuatro lunas”, a una editorial de cuyo nombre no quiero acordarme, por supuesto a través del “pituto” de un poeta amigo. Se me abrían por fin las murallas de Troya. El editor, un señor calvo y de panza, me escrutó como si estuviera observando bajo una lupa a un bicho de laboratorio. Hojeó el manuscrito y me lanzó la pregunta con sus sagaces ojillos y una risita algo irónica. “¿Usted cree que su novela merece el Premio Nacional de Literatura”? Yo no estaba dispuesta a achicarme y además encontraba buenísima mi novela, digna del Nobel, así es que contesté con un rotundo sí. Vaya, replicó el editor. “El exceso de confianza en un principiante no es una buena señal. Grandes figuras, como Neruda, dieron sus primeros pasos autoeditándose en imprentitas, como ocurrió con Crepusculario, por ejemplo”. Yo quería que la tierra me tragara. El editor me dio una nueva oportunidad y asestó: “Dígame, su novela ¿Es mala, mediocre, buena o notable?”
Habrá que ser humilde, pensé, para congraciarme. “Entre mediocre y buena. Reconozco que soy una escritora incipiente“, contesté, segura de ir por buen camino. Pero no. El señor estiró los elásticos de sus suspensores y me dirigió una mirada fría como el aire polar. “Si usted, que es la autora, la encuentra mediocre, no me haga perder tiempo. Me espera un alto de manuscritos que leer”. Me contuve para no lanzarle el manuscrito en plena calva.
Ahora los tiempos han cambiado. Gracias a San Internet es posible cumplir el sueño de ver y tocar un libro impreso, sin la intromisión de editores tradicionales. La panacea la ofrecen distintos sitios web, por cierto muy prestigiosos y serios, como es el caso de una filial de Amazon. Hay algunos que ofrecen el servicio completo como el diseño de portada, la diagramación del texto, la corrección de éste y hasta el márketing. El agravante puede ser el costo, por cierto. Pero los expertos afirman que todo es cuestión de tiempo, de tener paciencia y esperar, y le auguran un auspicioso futuro a aspirantes a escritores, poetas, y soñadores. La idea es evitarse el bochorno, la espera y la sensación de estar sentado en el Coliseo, expectante, a veces por meses, a que los señores editores se dignen a pronunciarse si le perdonan la vida a un escrito o, simplemente, lo condenen a muerte.