Tres hombres, una hospedería y el sueño de la felicidad

/ 21 de Septiembre de 2016

Entre los usuarios ocasionales de la hospedería de hombres del Hogar de Cristo, tres personas destacan. En el día trabajan y en la tarde llegan con mucho cansancio a dormir a sus literas. Sus cercanos probablemente ni siquiera sospechan que allí duermen, porque durante la jornada laboran como cualquier otro en alguna de las calles penquistas. Lo hacen para superar sus propios problemas y, tal vez, para encontrar la anhelada felicidad.

 

Por Natalia Messer / Fotografía: Pedro Parraguez.

 
Son las 19 horas y es uno de esos típicos días ventosos en que las tardes se sienten más frías de lo habitual en Concepción. Parece que la primavera se asoma un rato y luego se va. Sin embargo, en la hospedería de hombres del Hogar de Cristo esto de las bajas temperaturas no parece preocupar a nadie. Muchos de sus usuarios han tenido que acostumbrarse a dormir en la intemperie. Por eso saben de frío, de peligro, de los riesgos y de todo lo que trae aparejado vivir en la calle día y noche.
Como es tarde, un plato de comida caliente viene bien, por eso varios de los 55 residentes ocasionales del lugar comienzan a llegar hasta las puertas de este albergue.
Algunos de ellos vienen con rostros que expresan cansancio y tal vez un poco de desilusión. Aunque tampoco es que las sonrisas escaseen. Además, es día de fútbol y Chile se enfrentará a Bolivia, por eso quizás el ambiente es más caluroso y alegre.
Afuera de la hospedería, ubicada en la avenida Manuel Rodríguez número 50, un hombre está acostado en la vereda. Está muy ebrio, pero eso no le impide poder conversar con los “tíos”, los profesionales que trabajan en esta hospedería y que se encargan de mantener todo en orden.
Ésa es sólo una primera imagen que entrega la residencia. Gente que ingresa y sale, trabajadores y voluntarios del Hogar de Cristo que guían y conversan con los “usuarios”.
Definir un lugar como éste en tan pocas líneas sería ser extremadamente reduccionista, porque cada una de las personas que allí ingresa carga consigo una dolorosa y triste historia de vida.
De hecho, entre los más de 30 hombres que en ese momento se encuentran allí, hay tres que llaman mucho la atención, porque vienen de sus trabajos directo al albergue. Son un caso aparte en el lugar, porque la mayoría de los usuarios durante el día deambula por las calles, sin oficio ni ocupación alguna y, por lo mismo, viven en situación de indigencia.
Jorge Rivero, Rolando Mora y Luis Ceballos no son parte de esa mayoría. Ellos tienen sus trabajos, pero no una casa donde llegar ni una familia que los reciba, por eso viven en la hospedería de hombres del Hogar de Cristo en Concepción. Sus historias son diferentes, aunque hay puntos en común. El principal es que han perdido contacto con sus cercanos y pese a esto buscan de igual forma ser felices.
 

El aguja de “la contru”

De aspecto bien cuidado y cargando una mochila aparece Jorge Rivero Oviedo, quien tiene para contar una historia de abandono, muchos amigos y malas decisiones.
Jorge trabaja de lunes a viernes en la construcción de una casa en Barrio Norte. Ahí es como una especie de capataz. Hace de todo y se involucra mucho con los materiales y las herramientas. Cuenta que antes ya le había tocado construir casas, así es que tampoco el oficio es algo nuevo para él.
Pero que sea conocida no significa que la actividad no le canse, porque reconoce que en la construcción la pega abunda. “Siempre hay algo que hacer o bien aparece algo a última hora y ahí salimos más tarde”, cuenta.
Para saber por qué Jorge llegó a dormir a esta hospedería, hay que partir desde los inicios, porque sin un comienzo no hay historia, dicen.
Es 1959 y Jorge Rivero nace en una casa ubicada en la misma avenida Manuel Rodríguez, donde está la hospedería, con calle Castellón. A pesar de que conoció a su madre, no fue criado por ella. Fueron sus estrictos abuelos paternos quienes se hicieron cargo de su cuidado, desde “recién nacido”, y lo llevaron a vivir a una casa en la que, cuenta, “nunca faltó nada”.
“Mi mamá trabajaba y ella prefirió el trabajo antes de cuidarme a mí, por eso me dejó con sus suegros. Yo no tengo rencor, porque viví en cuna de oro, así es que no me puedo quejar”, dice.

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Luis Ceballos.
El papá tampoco estuvo muy presente en la vida de Jorge. Lo mismo ocurrió con sus hermanos, con quienes nunca tuvo vínculo. En parte, como dice él: “Porque estuve con personas diferentes que se convirtieron en mi familia”.
Hijos tampoco tiene, y aunque “pudiesen haber algunos no reconocidos por ahí, no los conozco y no sé de ellos”, confiesa.
Su enseñanza la finalizó en el Liceo Industrial, de Concepción, y luego realizó una práctica en la maestranza de Ferrocarriles de Concepción.
Después de vivir un tiempo en la capital regional y trabajar como chofer de los microbuses Chillancito y Flota Centauro, Jorge se aventuró en el norte de Chile, donde vivió por casi nueve años.
En Calama y Antofagasta se asentó. Allí trasladaba al personal que trabajaba en las empresas mineras de la zona. La vida parecía ir bien. Ganaba buen sueldo y tenía muchos amigos.
Sin embargo, su estilo de vida “alocado”, como él mismo reconoce, lo llevó a tomar malas decisiones y, finalmente, se quedó sin trabajo, sin dinero y sin amigos.
Sin muchas opciones, decidió volver a Concepción. Para entonces, sus abuelos estaban fallecidos y la casa donde vivió ya no existía, ni siquiera había cimientos. Estaba completamente solo y  eso, como reconoce el mismo Jorge, ha sido su gran desgracia en la vida.
“La soledad…. soy un tipo solo y eso es lo que menos me ha gustado de mi persona”, confiesa.
Al verse sin trabajo, dinero, familia ni amigos, no tuvo más opción que comenzar a vivir en las calles. La Plaza Condell se transformó en su dormitorio por casi ocho meses.
Si bien dormir en la calle es una experiencia fuerte, Jorge trata de ver el lado bueno de las cosas. “No tengo mala experiencia durmiendo en la calle. Es cierto que de pronto venía gente a darte copete y drogas, pero yo no caí en eso… Había que estar vivo y ¡yo soy muy aguja! Siempre me las ingeniaba para sobrevivir con algún pituto, por eso nunca faltaba”, relata.
En la plaza Condell ya lo conocían, así es que sus frazadas, la colchoneta donde dormía y su ropa estaban bien protegidas por unos mormones del sector. Cuenta que llegaba como a eso de las 10 de la noche a dormir.
“Ahí me quedaba, esperando…por si alguien me rescataba”, recuerda. Y tuvo que pasar una buena cantidad de tiempo, pero un día ese auxilio finalmente llegó, y nada menos que de Carabineros, quienes le recomendaron el hospedaje del Hogar de Cristo.
“Me dijeron que estaba corriendo mucho riesgo en la calle y que fuera a la hospedería”.
Al hospedaje llegó hace casi dos años. Bastante tiempo; por eso, hoy cuida su cama como hueso santo. También tiene unos colgantes “anti malas vibras” en una de las perillas de su catre. “Esto ayuda muchísimo”, asegura.
Si bien se adaptó al lugar, dice que cuesta convivir con diferentes personas. “Por decirlo de alguna forma son diferentes etnias y hay que compatibilizar. No tengo un grupo aquí. Yo soy de todos”, dice.
Hace poco menos de un año que está  trabajando en la construcción. Está muy decidido a emprender para cumplir sus sueños. Quiere hacer su propia empresa.
“Quiero renacer y encontrar lo que era para mí, porque yo desaproveché mucho, pero yo soy Oviedo, ¡yo la llevo!, así es que me puedo adaptar a cualquier circunstancia. Mi destino ha sido cruel, pero trato de salir adelante”.
 

El que toca las puertas

Camina ayudado con muletas y viene con un andar lento. Rolando Mora Ceballos llega por la tarde a la hospedería, y al igual que Jorge, está muy cansado. El día fue largo, como siempre. Es que recorrió casi todo Barrio Norte vendiendo manteles, chisperos y radio relojes.
“Estaba pensando en vender banderas, porque es septiembre, pero debo pensarlo”, medita.
Su rubro son las ventas. Ha tocado muchas puertas por las casas de Concepción y otras comunas también. Rolando, conocido por casi todos como “don Pepo”, dice que ya tiene una clientela fija, así es que sabe por dónde recorrer.
Asiente con la cabeza cuando se le pregunta si hace buenas ofertas. ¡Por eso me ha ido bien!, responde. Rolando marca la diferencia y lleva el producto directo a las puertas de sus clientes. Ésa es, dice, la gran ventaja.
Su historia también tiene mucha soledad, abandono y malas decisiones.
“Antes estaba todo el santo día tomando alcohol y llegaba a una pieza húmeda, donde sólo tenía una frazada y una colchoneta. Hace casi tres meses que estoy en la hospedería y desde entonces he dejado de tomar”, asegura.
Rolando empezó a los 14 años a consumir alcohol. Al principio, el consumo fue limitado, pero luego se convirtió en una adicción.
Ésta le hizo perder a sus más cercanos. Tuvo dos hijas, con las que actualmente casi no tiene contacto y una familia que hoy sólo vive en su recuerdo.
Lleva siempre en uno de sus bolsillos una fotografía de su mamá. La recuerda con mucho cariño, porque dice que era la que más lo entendía.
“Mi padre pensaba que era del otro equipo, porque no llevaba las pololas que tenía a la casa, pero yo era peineta y tenía hartas chiquillas”, cuenta.
A los 18 años Rolando comenzó a manejar camiones, aunque asegura  que aprendió de chico a conducirlos, y solamente mirando. En este rubro se desempeñó por 16 años y llegó a tener, al igual que Roberto Carlos, un millón de amigos, pero luego cayó en el alcoholismo y todo se vino abajo.
“Yo comía en la calle; la gente ya me conocía y habían algunos que incluso siempre me daban comida”, relata.
Rolando vivió mucho tiempo en una pequeña pieza en un terreno familiar, y si bien ese sitio estaba muy cerca de sus hermanos, la comunicación, explica, nunca fue buena.
“Mis hermanos me arrancaron los cables de la luz y me dejaron sin televisión. Yo no estaba en buen lugar…. no tenía apoyo. Ellos comían a cabeza agachada y no miraban para el lado”, recuerda con pena.
Rolando siempre recuerda el día que sus hermanos prefirieron darle un plato de legumbres a un perrito, apodado el choquito, antes que a él. “El choquito ni siquiera se comió el plato, así es que lo botaron a la basura”.
Hoy si bien está solo, y ya no tiene contacto con sus familiares, ni tampoco una relación amorosa, porque de sus tres vínculos ninguno perduró, se siente mejor. Tampoco tiene ganas de volver a tomar, porque en estos tres meses ha conseguido mucho.
Además, hubo un hecho que lo marcó bastante. Eso también influyó en que, poco a poco, fuese dejando el vicio. Hace casi cuatro años, Rolando sufrió un atropello en la avenida Alonso de Ribera.
“Iba curado y no recuerdo casi nada. Sólo que estaba cerca de la población Teniente Merino y caminaba por la orilla, porque no crucé la carretera”, comenta.
El accidente ha dejado huellas físicas en Rolando. Sus piernas son las que más sufren, por eso le cuesta caminar. Tiene pernos, ya que sufrió una fractura de tobillo en su pierna izquierda.
Pese a su situación, se siente feliz de poder contar con una modesta cama en el Hogar de Cristo. “Yo luché por esta cama, porque antes me veían por debajo del hombro, ya que me lo pasaba borracho”, dice.
Es que “don Pepo” también reconoce que se hizo fama de ser bueno para la copa, sobre todo en el sector de Barrio Norte, de donde proviene parte de su familia.
También cuenta que, “y no a modo de excusa”, agrega, hay un historial casi genético, porque por parte de su padre varios parientes tuvieron problemas con el alcohol.
Por ahora la palabra “orden” está grabada a fuego en su mente y probablemente la repite en su cabeza a diario. Sólo quiere ordenar su vida. “Si no me arreglo yo, esto no va a funcionar bien”, repite y repite.
La hospedería ha sido un refugio para él y ésta es la segunda vez que lo acogen, porque hace casi ocho años estuvo allí durmiendo por un tiempo.
Con sus compañeros de hoy no se lleva mal, aunque a veces le preocupan las miradas feas que le lanzan algunos, “pero no es para alarmarse tanto”, dice.
El sueño de Rolando es volver a manejar un camión. Aunque está consciente de que es difícil, por su salud, tiene las ganas de retomar el oficio que asegura dominar a la perfección, inclusive más que las ventas de manteles, chisperos y radio relojes.
 

El fan de las ferias

Luis Ceballos Jofré lleva siete años descargando la mercadería de los camiones en las ferias libres de Concepción. Ese ambiente lleno de colores, gente y actividad parece apasionarle. Sobre todo cuando uno le escucha hablar de su trabajo.
La paga en la feria es relativa, diaria, quizás no suficiente para financiar un arriendo, pero lo necesario para mantenerlo ocupado, y lo más importante, feliz. Feliz porque en la feria ha hecho buenos amigos y ha dejado atrás oscuros episodios.

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Jorge Rivero.
Su rutina comienza antes de que amanezca. “Me levanto a las cinco de la mañana, tomo mi bicicleta, me voy a la pega y termino mi jornada como a las siete de la tarde”.
Para cuando arriba al hospedaje los párpados se le caen y muy pocos logran conversar tan a fondo con él, porque prácticamente llega a dormir.
“Casi no paso aquí. Vengo sólo a ducharme y dormir, porque trabajo mucho”, dice.
La historia de Luis, como la de sus otros dos compañeros, tampoco es miel sobre hojuelas.
“Estuve viviendo un año en la calle, arriba de la carrocería de un camión, en avenida Mackenna con Janequeo. Pusimos una carpa, sillones, nos acomodamos…éramos tres personas las que dormíamos ahí”, relata.
Los recuerdos que le dio la calle son buenos y malos. Por un lado, la amistad y el compañerismo como aspectos positivos, pero por otro lado el alcohol y las drogas, que “te hacen tocar fondo”, dice Luis.
Y por 15 años Luis estuvo sumido en las drogas, especialmente en la pasta base. Dice que eso lo llevó a vivir en la calle, además del hecho de no tener una buena relación con su familia. “Siempre viví cerca de ellos, pero nunca con ellos”, sentencia.
También confiesa que el escaso apoyo familiar desencadenó malas decisiones. Se pregunta hoy si es que su situación actual se debió en parte a la educación que recibió en su casa. “Si hubiese sido buena, a lo mejor hubiese tomado otro rumbo…no sé”, reflexiona.
Luis también estuvo en dos ocasiones en la cárcel. En total fueron cinco años sin libertad. Pero de eso ya quedan vagos recuerdos, porque fue hace más de dos décadas. Aunque no dejó de aprender ciertas lecciones de vida entre las rejas.
Pese a que dejar las drogas puede conllevar a un largo proceso, y no será como dejar algún alimento favorito, porque cuesta, basado en su experiencia, asegura que sí se puede.
“Llevo ocho años sin consumir. De hecho me puedo pasear al lado de un traficante y nada…ya sé lo que se vive estando ahí. No digo nunca más, pero ya lo viví y se pasan infinidades de cosas”, dice con cierto aire de orgullo.
En la hospedería Luis es uno de los veteranos, por decirlo de alguna forma, porque lleva bastante tiempo. Son alrededor de seis años ahí, casi lo mismo que lleva trabajando en las ferias libres.
Se ha mantenido en el albergue y lo mejor para él es que tiene una rutina que lo motiva a salir adelante. Esta rutina le ha permitido también imponerse metas.
Luis está juntando dinero porque quiere tener su casa propia. Quiere tener su espacio, tal vez con una televisión, porque le encanta ver hasta los comerciales.
Una casa sólo para él, porque sobre parejas nada quiere saber. Dice que amigas no faltan, pero una relación estable no lo ve probable, porque en el tema de las relaciones ha tenido muchísimas desilusiones. “Desilusiones que en parte me llevaron a cometer muchos errores”, dice.
Hoy tampoco tiene contacto con ninguno de los cuatro hijos que tuvo, solamente con alguna de sus hermanas, pero el vínculo sigue siendo escaso. Tampoco quiere hablar mucho de eso. Prefiere arreglárselas solo.
Además con una rutina de miércoles a domingo trabajando, casi no queda tiempo, y cuando lo hay, entonces acostumbra a salir con amigos o visita el campo de sus jefes, quienes lo han apoyado durante todos estos años.
En el albergue Luis se pierde la cena, pero pasa a saludar a la que parece ser su única amiga allí, una gata apodada por él mismo como “cuchi”, quien se acerca fielmente, porque quizá olfatea que un plato de comida vendrá pronto.
 

Del día a la noche

Mientras Jorge, Rolando y Luis tienen trabajos relativamente estables, el resto de sus compañeros se lo pasa o en la misma hospedería, fumando un cigarrillo y conversando, o bien pidiendo limosna y recorriendo las calles de la ciudad.
La hospedería del Hogar de Cristo les ofrece camas, duchas, comida y también ayuda psicosocial. Para dormir aquí sólo deben entregar un aporte monetario mínimo de 200 pesos.
Y si bien este “refugio” resulta ser una gran ayuda para la superación, no todos tienen la suerte de Jorge, Rolando y Luis, quienes dejaron de lado sus problemas y hoy trabajan para lograr sus metas. A otros les cuesta, ya sea porque están sumidos en el alcohol, las drogas, la depresión o éstas tres juntas. Esto dificulta al momento de encontrar un trabajo estable.
Las rutinas normales, tanto de Jorge, Rolando y Luis puede que no llamen la atención de nadie durante el día. Lo increíble, entonces, viene cuando oscurece. La realidad cambia y entonces los tres tienen que, necesariamente, y por no tener un hogar, ir hasta esas literas que el albergue les ofrece. Tienen esa opción. Lo otro es volver a la calle, pero eso, en definitiva, para ellos ya no cuenta.

O’Higgins 680, 4° piso, Oficina 401, Concepción, Región del Biobío, Chile.
Teléfono: (41) 2861577.

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